Comentario
Entre el 18 de mayo y el 29 de julio de 1899, delegados de un total de veintiséis países celebraron en La Haya, a instancias de Rusia, una conferencia internacional de paz con el doble objetivo de definir y humanizar las leyes de la guerra y crear algún tipo de mecanismo internacional de arbitraje que propiciase la solución pacífica de los conflictos. Al año siguiente, París fue sede, entre los meses de abril y noviembre, de una espectacular Exposición Universal que vino a ser una exaltación de los avances científicos y tecnológicos del siglo XIX, y que fue visitada por cerca de 40 millones de personas. Los dos acontecimientos revelaban una misma realidad: la extraordinaria confianza que los países desarrollados, y sobre todo Europa, parecían tener en sus valores y en el futuro.
El progreso científico, sobre todo, parecía incontenible. La electricidad, gran protagonista de la Exposición de París, cuyo uso se extendía desde la década de 1880, estaba transformando el trabajo mecánico, los transportes, la industria, la iluminación pública y doméstica y -por sus aplicaciones al teléfono, fonógrafo, máquinas de coser, ventiladores, estufas y similares- la misma vida cotidiana. En 1895, Guillermo Marconi (1874-1937) había inventado el telégrafo sin hilos, utilizando el descubrimiento de las ondas de radio hecho por Heinrich Hertz unos años antes: en 1901, Marconi envió señales a través del Atlántico, de Terranova a Cornualles. También en 1895, Wilhelm K. Röntgen (1845-1923) había descubierto los rayos X y los hermanos Louis y Auguste Lumière, proyectado en París la primera película animada.
Antes, en 1885-86, Gottlieb Daimler (1834-1900) y Karl Benz (1844-1929) habían construido los primeros prototipos de automóvil perfeccionando ensayos sobre motores de gasolina de combustión interna hechos anteriormente, y John B. Dunlop había patentado el neumático. Muy poco después, en 1892, René Panhard (1841-1908) pudo poner a la venta los primeros coches comerciales. Tres años después, Rudolf Diesel patentó un motor distinto, de aceite pesado. En 1896, comenzó la fabricación de automóviles en Coventry (Inglaterra), Detroit (EEUU) y Auchincourt (Francia), por iniciativa, respectivamente, de Harry S. Lawson, Henry Ford y Armand Peugeot. En 1899, se les sumaron Louis Renault y Giovanni Agnelli con fábricas en Billancourt y Turín, respectivamente. Casi al mismo tiempo, en 1903, los hermanos Orville y Wilbur Wright realizaron el primer vuelo en un aeroplano en Kitty Hawk, Carolina del Norte: "es a las razas europeas -escribiría Bertrand Russell en 1915, expresando lo que era una convicción universal-, en Europa y fuera de ella, a quienes el mundo debe más de lo que posee en pensamiento, ciencia, arte, ideales de gobierno, esperanza de futuro".
Desde luego, en 1900, Europa mandaba en el mundo, como diría expresivamente algo después el filósofo español Ortega y Gasset. De una población mundial estimable en aquel año en torno a los 1.600 millones de habitantes, la población europea sumaba unos 400 millones, y la de los imperios europeos en África, Asia y América, otros 500 millones. Sólo la población del imperio británico, que incluía Canadá, Australia, la India, Birmania, Sudáfrica, Egipto, Nigeria y muchos otros territorios, se aproximaba a los 400 millones. Las formas de vida europeas se extendieron fuera del continente. Desde mediados del siglo XIX y hasta la década de 1930, cerca de 60 millones de europeos -británicos, irlandeses, italianos, rusos, alemanes, centroeuropeos, españoles, portugueses, suecos y noruegos, principalmente-, emigraron fuera de Europa: 34 millones a Estados Unidos de América, y cifras inferiores, pero significativas, a Argentina, Canadá, Brasil y Australia. En 1870, Europa producía en torno al 80 por 100 de toda la producción industrial del mundo; en 1913, cerca del 60 por 100.
Era verdad que muchas de las innovaciones tecnológicas de los últimos decenios del siglo XIX y primeros años del XX procedían de Estados Unidos, como el teléfono (patentado por Alexander G. Bell en 1876), la bombilla incandescente (Thomas A. Edison, 1879), la linotipia (Mergenthaler, 1885), la cámara fotográfica portátil (G. Eastman, 1888), las máquinas de escribir, las calculadoras, los micrófonos, las metralletas y un larguísimo etcétera. Pero a Europa se debieron todavía aportaciones decisivas. Así, innovaciones inglesas fueron los métodos que revolucionaron la fabricación del acero (Bessemer, Siemens-Martin, Thomas-Gilchrist), la turbina de vapor (Charles Parsons, 1884) y los neumáticos. Invención alemana fueron los motores de combustión interna, el automóvil, la dínamo eléctrica y la tracción eléctrica. Alemania tuvo, además, un papel preponderante en el desarrollo tanto de la industria de la electricidad como de la industria química -colorantes, pinturas, fibras, fertilizantes, medicinas, insecticidas, cosméticos, plásticos-, cuyas aplicaciones cambiaron radicalmente la vida: la aspirina, por citar un solo ejemplo, fue sintetizada en ese país en 1899.
Sobre todo, la ascendencia del pensamiento, del arte y de la literatura europeos era indiscutible. Londres, con sus seis millones y medio de habitantes, era en 1900 la ciudad más grande del mundo, el prototipo, como veremos, de la vida moderna; París, con 2,7 millones, era el centro del arte y de la vida elegante, que tenía su prolongación en Montecarlo, Deauville, Niza, Brighton, el Lido veneciano y Baden-Baden. Berlín, Viena -la ciudad de Schnitzler, Karl Kraus, Schoenberg, Anton Webern, Alban Berg, Wittgenstein, Klimt, Egon Schiele, Kokoschka, Stephan Zweig, Hugo von Hofmannsthal, Adolf Loos, Robert Musil y Sigmund Freud-, Praga, Munich, Barcelona, Roma, Florencia eran los epicentros del modernismo. Hasta un país nuevo y dinámico como Estados Unidos parecía fascinado por el legado histórico y artístico de la civilización europea: su mejor novelista, Henry James (1843-1916), hizo de ello el tema de sus mejores obras.
En efecto, el fin de siglo, la belle époque, las dos últimas décadas del siglo XIX y primeros años del XX, fueron para Europa -o para una parte de ella- y para Estados Unidos una etapa de transformación sin precedentes, en la que se alteraron sustancialmente las estructuras de la sociedad y de la política, las formas de la vida cotidiana, el comportamiento colectivo, las relaciones sociales y la organización de la producción, del trabajo y del ocio. Dos hechos fueron determinantes: la llamada "segunda revolución industrial" y el espectacular crecimiento que la población, y sobre todo la población urbana, experimentó en ese tiempo.